sábado, 28 de febrero de 2015

Solo

Un día radiante. Otro más. El sol baña con su luz la pradera rodeada de suaves colinas y arranca un blanco cegador a alguna que otra nube perdida en medio del azul eléctrico del cielo. Sólo que no es el sol. Bueno, sí, es un sol pero no el Sol, no el que iluminó los días que vieron surgir pacientemente a la Humanidad de la materia inerte allá en la vieja Tierra, pero a simple vista es indistinguible.
  Yo nunca he estado en la Tierra, claro, salvo en las simulaciones, tan vívidas como la realidad misma; por eso puedo comparar. Pero no lo añoro. Porque ese no es mi sol. Mi sol es este. Lo que sí añoro es la presencia de otros seres humanos, aunque, fuera de la realidad virtual, nunca haya visto ninguno. O tal vez por eso precisamente. Mi única compañía es Moisés, la IA del Arca, la nave sembradora que trajo aquí las instrucciones para recrear la Tierra, o algo similar a la Tierra, incluyendo a sus habitantes, hace ya varios siglos. Pero algo salió mal y lo que debería haber sido una colonia de cinco mil habitantes no es más que un pueblo fantasma habitado por una sola persona. Moisés no sabe o no quiere explicarme en qué consiste el fallo. Le he sugerido que tal vez yo pueda solucionarlo, pero la sola idea lo mata de risa. Si no fuera porque es una máquina diría que hay en él cierto aire de prepotencia, de creerse superior a un simple mortal como yo.
  Hoy he decidido adentrarme en un área inexplorada. A Moisés no le gusta que me aleje demasiado, ¿pero de qué sirve tener un planeta entero para uno solo si no puedes salir de una pequeña isla en mitad de un diminuto lago? Me he fabricado un kajak y he remado hasta la orilla a pesar de las protestas de Moisés. He atravesado un prado, una extensa llanura verde salpicada aquí y allá de ovejas blancas y vacas moteadas hasta alcanzar la linde de un bosque. Es la primera vez que veo un bosque. Fuera de una simulación quiero decir. Me dan miedo y no sé por qué. ¿Tal vez porque nuestros antepasados arbóreos se veían acosados continuamente por sus depredadores? Los bosques de la vieja Tierra debieron ser una vez lugares horribles donde habitaba el miedo.
  Pero la curiosidad vence tirando de mí hacia su interior y de pronto me envuelven las sombras. Troncos cubiertos de musgo que sostienen un techo cerrado de follaje por el que a duras penas se cuela algún furtivo rayo de sol, un sotobosque poblado de helechos y hongos, un suelo húmedo, olor a plantas en descomposición.
  No sé cuánto tiempo llevo aquí. He de volver, pues pronto anochecerá, y aunque la terraformación no incluye criaturas dañinas para el ser humano, no me apetece pasar aquí la noche. Hace un rato que tengo una extraña sensación. Algo que no sabría describir. Como si algo estuviese fuera de lugar. No sé. Es extraño. Empieza a refrescar, así que doy media vuelta para regresar a la orilla. El sendero es apenas distinguible, pero lo suficiente como para poder seguirlo con comodidad. Un momento... El sendero... ¿Por qué hay aquí un sendero? Los senderos se crean cuando alguien ha abierto camino en la espesura, y aunque si no se transitan la naturaleza vuelve a recuperar lo que era suyo, lleva su tiempo que la huella de su presencia desaparezca por completo. Lo sé porque en la realidad simulada aprendí a seguir rastros. ¿Así que era esto?, ¿o sea que no estoy solo? Pero entonces... ¿Moisés me ha mentido?
  De pronto el haz de la linterna tropieza con algo que me llama la atención. Parecen unas muescas en el tronco de un árbol. Aparto las helecheras, rasco un poco la capa de musgo y... ¡Son marcas! Como si alguien hubiese escrito algo grabando en la corteza con una navaja. Sí. Indudablemente son letras. Una frase pero por más que fuerzo la vista sólo soy capaz de intuir letras sueltas...

TH KAK S A IE

«Fin de la simulación».

viernes, 20 de febrero de 2015

El artefacto


Diario de bitácora, noumenía de metagitnión del año uno de la 459ª olimpiada.
Al alba hemos soltado amarras del anillo ecuatorial de Gea. En la superficie, aún a oscuras, vemos las ciudades brillar como perlas mientras la fuerza centrípeta nos aleja lentamente del planeta. La oikounmene en todo su esplendor.
Nuestro destino final es la Estrella Nueva del Toro, pero en primer lugar hemos de dirigirnos al punto GeHelios-2 para poder realizar el salto.
La Nueva sorprendió a todos el pasado tetarte de ecatombeón, siendo visible en el cielo diurno durante veintitrés jornadas, y permaneciendo todavía visible a simple vista por las noches. Se trata de la estrella Gamma del Toro, una gigante roja cuya vida ha tocado a su fin...

Dekate de metagitnión. Llevamos cinco jornadas en el punto GeHelios-2, mientras los ingenieros calculan el punto de inserción menos peligroso para la nave con la ayuda del ordenador de abordo. Según las teorías de evolución estelar, lo que nos vamos a encontrar allí será una estrella de neutrones pulsante, por lo que debemos situarnos fuera del plano del barrido de su haz de mortífera radiación […]
Aquí siempre estamos iluminados por Helios, al tiempo que vemos siempre el lado diurno de Gea. Dedico algunos de mis escasos ratos libres a contemplar por el telescopio la sucesión de continentes, océanos y mares, que se muestran a medida que el planeta rota, amén de la evolución de las estructuras nubosas que juegan a cubrir su superficie. Blanco sobre azul, manchones verdes y ocres. Un ciclón tropical se dirige inexorablemente a las Islas Karipona. Es lo último que veo de nuestro hogar antes del primer salto.

[…]

Dada la imposibilidad de calcular desde aquí un punto seguro, debido a las interferencias causadas por lo reciente de la explosión, hemos decidido saltar a un punto intermedio entre nuestro sistema planetario y la Nueva. Un punto situado a la mitad de la distancia que nos separa, que es de unos 6300 años luz. A tres mil años luz de distancia podremos observar claramente la estrella pulsante tal y como la veremos a nuestra llegada […].

Diario de bitácora. Inserto.
A pesar de que desde niños nos educamos manejando, entre otros, los conceptos de la Astronomía, y de mis años de servicio, primero como oficial y luego como capitán de una nave de exploración interestelar, me sigue causando escalofríos la enormidad del Cosmos. Cuando se produjo la explosión, nuestra cultura ni siquiera se había formado, no existía nuestra lengua, ni la lengua de la que evolucionó nuestra lengua; apenas se habían empezado a domesticar animales y la agricultura se extendía lentamente a lo largo y ancho de Gea. Apenas sí existía algo que pudiera llamrse “ciudad”.
Seis mil trescientos años tardó la luz en llegar. Y eso que Nueva se halla dentro de nuestra propia galaxia.
Y nosotros podemos salvar esa distancia en un instante infinitesimal de tiempo gracias a la métrica de curvatura. Llevamos casi mil años fundando colonias en Ares y Venus, tras geotransformarlos; también en los satélites de Zeus y más allá. Habíamos llegado a los confines del sistema, allí de donde caen los cometas, pero ante nosotros se abría una brecha, un abismo insalvable. Desde la consecución el primer salto, hace casi cien años, nos hemos lanzado a las estrellas. No solo a fundar colonias, sino a explorar lugares exóticos. La Nueva de este año nos llama a gritos, así que ahí vamos.
A las 23:00, Meridiano de Atenas, iniciamos el primer salto.

Proté de metagitnión.
Estamos envueltos en la noche eterna del espacio interestelar. La luz que nos llega de Helios, ahora una estrella mortecina apenas visible a través del telescopio, es la misma que iluminó los días de Sesostris I. Delante de nosotros, la nebulosa remanente. El oficial jefe científico, nada más observarla afirmó que le recordaba un cangrejo. Todos estuvimos de acuerdo, así que la hemos bautizado oficialmente como Nebulosa del Cangrejo. La vemos como fue hace tres milenios. Cuando lleguemos se habrá expandido más, pero esencialmente habrá cambiado muy poco.

Deutera de metagitnión.
Una vez calculado un punto de salto seguro, hemos procedido a activar los impulsores de curvatura. Nos hallamos a cuarenta Unidades Astronómicas de la estrella de neutrones. Desde aquí la nebulosa del Cangrejo se percibe como una ténue cortina de luz que nos envuelve en todas direcciones. La explosión, que tuvo lugar hace seis mil años, todavía sigue en marcha, siendo el material de la nebulosa metralla que se aleja a una considerable velocidad. El cadáver estelar que tenemos delante, y que una vez fue un sol que trajo el día a este lugar, es ahora un punto minúsculo, una masa tan concentrada, que siendo más pequeña que Atenas, tiene el doble de la masa de Helios. Una cucharada pesa una tonelada […].

[…] Contra todo pronóstico hemos encontrado planetas. Hace casi un milenio que sabemos que existen planetas orbitando algunas pulsantes, pero no esperábamos que se hubieran formado en tan poco tiempo. Tal vez se trate de asteroides que un día formaron parte del sistema planetario que debió existir aquí. Hemos hallado uno aproximadamente del tamaño de Hades. Por hallarse a una distancia similar de o que fue su sol que Hades de Helios, siendo originales lo hemos bautizado con ese nombre[...].

[...]Ha sucedido algo sumamente extraño. Una de las sondas que enviamos a la superficie de Hades detectó una fuente de radiación gamma (por encima del fondo de radiación en el que nos hallamos envueltos). A medida que se acercaba, siguiendo el rastro, observamos lo que parecía un extraño accidente natural. Pero no se trata de un accidente natural. Es... un artefacto. Podría compararse a una de nuestras sondas, pero su forma constituye un verdadero sinsentido desde el punto de vista del diseño. Diríase que llega a ser grotesca. Posee unas protuberancias que podrían ser antenas, o cámaras, o detectores... Su origen es, ciertamente un misterio. ¿Podría tratarse de algo dejado por los habitantes del sistema planetario que aquí existió? La estrella era demasiado masiva para permanecer en la secuencia principal el suficiente tiempo como para dar origen a una civilización tecnológica. ¿O podría ser una sonda de exploración procedente de otro sistema planetario?
¿Tal vez esté operada por una nave como la nuestra, llena de alienígenas? No hemos detectado la presencia de otra nave, pero ello no significa que no exista. Bien pudieran hallarse camuflados. La idea nos parece perturbadora y nos llena de profundo temor.

[…]

Un desastre. Al tratar de acercarse nuestra sonda, el artefacto ha reaccionado atacándola. Acto seguido hemos empezado a detectar ecos a nuestro alrededor. Acaso se trate de otras sondas, o de naves tripuladas, no lo sabemos. Pero ante la sospecha de que sus intenciones hacia nosotros pudieran ser abiertamente hostiles, hemos decidido abandonar el sistema a toda prisa.

Pempté de metagitnión.
Hemos regresado sin novedad a las inmediaciones de Helios. La buena noticia es que escapamos a las naves alienígenas, aunque la certeza de que se hallan a una distancia tan relativamente próxima en el espacio, es motivo de inquietud. La mala es que, nos tememos que en nuestra ausencia haya ocurrido algo. Los canales de radio funcionan, y están abiertos, pero solo recibimos estática. El ingeniero de motores pensó que, al haber activado el impulsor de curvatura sin tener tiempo de hacer los cálculos con un nivel más elevado de precisión, nos hubiera situado en otro sistema planetario, pero aparte lo remota que es esa posibilidad, hemos calculado nuestra posición respecto a las estrellas fijas y no cabe duda de que nos hallamos en casa. La posibilidad, admitida por la teoría, pero aún más remota –y aterradora-- de un accidental viaje en el tiempo, queda descartada, además, por la presencia de la luz de la Nueva, cuyos fotones hemos adelantado en nuestro viaje de vuelta.
Por tanto nadie a bordo se explica la ausencia total de señales de radio: ni las balizas del cinturón de asteroides, ni las emisiones de las colonias de Zeus, ni del centro de control de Ares, ni Gea, ni Venus... […]

[...]Al aproximarnos a Gea hemos descubierto, con un terror indescriptible que ha bordeado el pánico, que el anillo ecuatorial ha desaparecido, así como las luces de las ciudades. Sin duda se trata de nuestro planeta pero no hay ni rastro de otras naves, ni de los ascensores espaciales, ni del anillo.
En cuanto a las luces, no es que el planeta se halle del todo a oscuras. El telescopio revela trazos de luz artificial allí donde deberían estar las ciudades: Atenas, Alejandría, Bizancio...Pero solo son eso, pálidos reflejos de lo que deberían ser brillantes conurbaciones derramando su luz a los cielos.
Un hecho aún más perturbador: según la espectroscopía, se trataría de llama, fuego, tal vez luces procedentes de lámparas de aceite o velas... Diría que efectivamente hemos retrocedido en el tiempo, de no ser por la presencia de la Nueva y de la posición de las estrellas fijas, que se empeñan en decir que estamos en el quinceavo día del mes de metagitnión del año primero de la olimpiada 459.

Diario personal.

Hace un año que hemos vuelto. Al final decidimos descender en uno de los transbordadores de emergencia, y lo que hallamos... No viajamos en el tiempo, no. Viajamos a una época y un lugar imposibles. Tal vez un error en los cálculos, o un accidente no previsto por la teoría de la curvatura, o... o quizá fueron ellos... El caso es que nos hallamos en una Gea alternativa. Un lugar idéntico al nuestro hasta aproximadamente un siglo antes de la fundación de la Biblioteca.
En algún momento, no sabemos cuál ni qué acontecimiento ocurrió o dejó de ocurrir, nuestro mundo y este empezaron a diverger. De modo que aquella pequeña república se extendió por el Mar Interno y se convirtió en imperio; la civilización declinó progresivamente en un estado de decadencia que culminó con el incendio de lo que fue nuestra primera Universidad moderna, la que dio origen a la Termodinámica, el Electromagnetismo, la Relatividad y parte de la Teoría Cuántica y el impulso de curvatura...
Nos hallamos en el año 1055 de algo llamado Era Cristiana.

domingo, 18 de agosto de 2013

El viaje interrumpido

Un viaje interrumpido, una apuesta perdida, pero lo peor de todo, una civilización destruida. Al principio solo habían sido rumores: algún viajero desde un remoto pueblo de la India o el corazón de África, había relatado extrañas historias de hombres tambaleantes que atacaban a las personas. Luego alguna noticia en el Times hablaba de historias parecidas en Estambul o Argel... Precisamente en la edición del día en que había de emprender mi marcha, se hablaba de un extraño caso en París, ciudad por la que mi criado Passepartout y yo debíamos transitar en breve --aunque yo eso no lo sabía en el momento de leer la noticia--, según la cual un hombre de andar vacilante e inseguro (un mendigo según unos, un borracho según otros) había mordido a algunos viandantes en el bulevar de Montparnasse. Pero pronto me olvidaría del asunto, centrando mi atención en la apuesta que sostendría con otros respetables miembros del Reform Club, en la cual me comprometía a dar la vuelta al mundo en exactamente setenta y nueve días y en la que comprometía la mitad de mi fortuna.
 Aceptada la apuesta y concluida nuestra partida de whist, me encaminé a casa a informar a mi criado de los nuevos planes y a disponerlo todo para emprender la marcha.
 Pasadas las ocho salimos de casa y nos encaminamos al punto de coches, donde cogimos un cab que, a las ocho y veinte, nos dejó delante de Charing Cross.
Hasta ese momento la ciudad vivía bajo una aparente normalidad, y digo aparente, porque antes de que el sol volviera a iluminar la punta del Big Ben, la faz de la Tierra habría cambiado por completo.
 Llegados a este punto sí debo mencionar que observé algo que me pareció extraño, y que por un segundo me inspiró temor: una mendiga con un niño cogido de la mano. La pobre mujer estaba descalza, al igual que su vástago, y conmovido, saqué del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar a las cartas con intención de ofrecérselas, pero al acercarme a ella, advertí algo en la mirada de ambos, algo que me causó confusión y temor pero que en ese momento no supe describir. Le di las monedas y pasamos de largo.
 Todo sucedió en el tren, a pocos minutos de salir de la estación. A las ocho y cuarenta, mi criado Passepartout y yo tomamos asiento en nuestro compartimento. A las ocho cuarenta y cinco, sonó el silbato y el tren se puso en marcha.
 La noche estaba oscura y caía una lluvia menuda. Arrellanado en mi asiento, permanecía en silencio, mientras Passepartout, sin duda atolondrado todavía por la sorpresa y lo precipitado de nuestra marcha, oprimía maquinalmente sobre sí el saco de los billetes de banco cuya custodia le había confiado y que contenían la mitad de mi patrimonio. Era de lo que disponíamos para llevar a cabo la empresa. Pero el tren no había pasado aún de Syderham cuando la máquina frenó en seco, provocando una enorme sacudida que nos lanzó de nuestros asientos, sacando las ruedas de sus guías y haciendo volcar el vagón. En cosa de un momento la calma de un tranquilo viaje en tren se tornó un caos de metal chirriante, movimientos bruscos y gritos provenientes de los demás compartimentos. A mi lado Passepartout profirió un verdadero grito de desesperación. Debí de perder la consciencia, porque en seguida todo se tornó borroso y la confusión provocada por lo que sin duda había sido un accidente, había dado paso a un silencio tenso y opresivo, casi sin solución de continuidad, desde el punto de vista de mi percepción.
 Todo estaba a oscuras, salvo por el tenue resplandor de lo que supuse un fuego lejano. La claridad fluctuante entraba por las ventanillas, que ahora, deformadas y retorcidas, se hallaban justo encima de mi cabeza. Traté de moverme pero tenía una pierna aprisionada.
 --¡Amo, está vivo!, vivo de verdad, no como los otros.
 --Sí, estoy vivo, ¿puedes ayudarme?, ¿qué ha pasado?, ¿y qué quieres decir con "vivo de verdad"?
 --Señor, han pasado varias horas desde el accidente. Como no respondía a mis llamadas, creí que había muerto. Fui a explorar, a tratar de enterarme de qué había provocado el descarrilamiento y ver si podía ayudar a otros viajeros. Hablé con los maquinistas, que afirmaban que una horda había invadido la vía. Con la lluvia y la oscuridad, no los habían visto hasta tenerlos casi delante y...
--¿Pero qué hacían en las vías del tren?
 --Nada, señor, solo deambulaban, y lo siguieron haciendo después del accidente. Por el ímpetu de la arremetida, muchos debieron morir, pero según el maquinista y el fogonero, que sobrevivieron al principio, se levantaron y reanudaron su marcha. Yo los vería a mi vez: caminan errantes, con la mirada perdida, aparentemente atraídos por el fuego y por los gritos de los viajeros atrapados en los vagones.
 »Ayudé a apagar el incendio de la caldera, pero algunos de estos seres --me resisto a llamarlos humanos, pues su mirada carece por completo de alma-- nos atacaron. Parecen débiles, enclenques, pero cuando atacan lo hacen de una forma brutal y siniestra. Mordieron al maquinista y al fogonero, y al cabo se volvieron como ellos. Yo pude salir corriendo a esconderme... Y aquí estoy, contento de que mi amo siga vivo, pero no vivo como esos, que más bien parecen muertos que caminan, sino vivo, vivo.
 Las palabras de Passepartout resonaban en mi cabeza. Recordé entonces los rumores y las noticias del Times. Luego me vino a la memoria una noticia de Richard Burton sobre algo que él y Speke habían encontrado en lo que creían las fuentes del Nilo. Entonces lo entendí todo y supe que nuestro mundo, tal y como lo conocíamos, estaba sentenciado.

lunes, 1 de abril de 2013

Espejismos

No he vuelto a ser el mismo desde aquella vez que un muerto se presentó en la comisaría para denunciar el hurto de su cadáver. Era uno de esos días en los que llueve al revés, por eso me quedé en el despacho hasta tarde, cuando el último inspector, el último agente de tráfico, se han retirado al dulce hogar después de hacer su ronda.
El muerto, que un día, mucho tiempo atrás, debió de haber sido un auténtico play boy, entró en la comisaría cuando yo me disponía a echarle la sal al café. Goteaba, pero como fuera la lluvia era oblicua, era en el techo donde se formaba la mancha con forma de cara de actriz holliwudiense.
Al principio me pareció extraño: “¿cómo que le han hurtado su cadáver?”, pero en cuanto me contó la historia de su vida lo entendí.Lo comprendí tan bien, lo vi tan meridianamente claro, que supe a ciencia cierta que jamás resolveríamos el caso.

viernes, 21 de diciembre de 2012

Los últimos días del fin de los tiempos

El bosque está cubierto de nieve. Lo que otrora fuera una reliquia del Terciario no es ahora más que un esquelético amasijo de troncos y ramas desfoliados y chamuscados, cubiertos por una espesa capa de nieve sucia, casi negra. La máquina, una vieja quitanieves amarilla, se halla varada en medio de una carretera que apenas se adivina.
Andrés llama por radio para comunicar su situación: ha habido una avería y el vehículo no se puede mover. Salta a tierra enfundado en su traje, un modelo de una pieza elaborado en un material isotérmico y provisto de un circuito calefactor que funciona con baterías. El Gobierno se había provisto de estas unidades, desarrolladas en un tiempo récrod a partir de tecnología espacial, para equipar los refugios.
Consulta el termómetro y el reloj: las catorce cero ocho. Menos doce coma tres grados Celsious. El cielo está prácticamente negro y la oscuridad es casi absoluta. Es agosto.
A la luz de la linterna comienza a desandar el camino trazado por la quitanieves donde hacía tan solo cuatro meses había existido una carretera. El asfalto, fundido por el calor tras la colisión, ha desaparecido bajo una gruesa capa de hielo y nieve compactada. La ventisca es fuerte. Dentro del traje no siente sus efectos, pero si no se da prisa, pronto el camino se habrá borrado.
--Hijo Pródigo, aquí Rover Uno.
--Róver Uno, adelante.
La voz familiar de Julia suena dentro de su casco. Es una voz cálida, la voz del hogar seguro, caliente y confortable que le aguarda a pocos kilómetros.
--Ya estoy en camino. No puedo ir muy rápida, así que cuenta al menos con una hora.
--Tranquila. Tengo dos horas y media de batería. Lo que me preocupa es el baño de rayos UVA. El sol debe de estar ahora en todo lo alto y si se ha jodido la capa de ozono, debo de estar pillando un bronceado guapo.
--Me van los tíos bronceados, así que puedes anotarte un punto.
--Eres lesbiana, no te van los tíos, pero me lo tomaré como un cumplido.
--Quién sabe, a lo mejor me hago bísex.
--Pues entonces avísame. Me gustaría participar.
--Serás el primero en saberlo.
La radio enmudece y ambos se sumen en sus propios pensamientos.
Andrés recuerda...

Estaba en su casa sentado ante el televisor viendo como evacuaban Japón. Un país entero, más de cien millones de personas. Aún faltaban tres meses pero se sabía que el impacto tendría lugar en el centro del Pacífico. Los hawaianos y los habitantes de los demás archipiélagos huían hacia el continente. En toda América, desde alaska hasta la Patagonia, se llevaba a cabo un esfuerzo titánico por evacuar la costa oeste en una operación migratoria sin precedentes cuyo fin era trasladar a la población al este de las Rocosas y los Andes.
Lo mismo sucedía en la costa este de China y en todo el sudeste asiático, al igual que en la costa oriental africana. En todas partes se huía hacia el interior, lo más lejos posible del océano. Solo en las costas atlánticas se mantenía una cierta normalidad, aunque también allí había riesgo de tsunami.
Por todas partes se construían refugios a marchas forzadas. En Rusia se acondicionaban el metro de Moscú y el de San Petesburgo para realojar a la población, y lo mismo se hacía en otras ciudades. En muchos lugares se horadaban montañas y se construían refugios subterráneos.
En Tenerife se construía un macrocomplejo en Las Cañadas para albergar, según decían, a más de cien mil personas, aunque a tres meses del Desastre solo uno de los refugios, con capacidad para diez mil personas, estaba completamente terminado y equipado.
También decían que Las Cañadas era el lugar idóneo, sobre todo por la altitud, que mantendría a la población a salvo de los tsunamis.
No importaba que geólogos y vulcanólogos, no solo de las islas, sino de la Península y hasta del extranjero, se echaran las manos a la cabeza ante lo que consideraban una idea ridícula que conduciría a un suicidio colectivo, pues tratándose de una zona geológicamente activa, explicaban, el terremoto a nivel global que se produciría tras el impacto, liberaría los gases disueltos en el magma creando una sobrepresión en las cámaras magmáticas y originando por tanto, violentas explosiones --como cuando se agita una botella de champagne--, en la televisión autonómica, la oronda figura del recién elegido Presidente del Gobierno de Canarias insistía en que su gabinete de crisis estaba asesorado por un competente equipo técnico, y afirmara que los refugiados, "lo mejor de ese valeroso pueblo canario" contaba con todas las garantías.
Por otra parte no dejaba de ser curioso que, al mismo tiempo que el Presidente garantizaba una plaza a todo residente canario, por todas partes se aconsejaba evacuar las islas. Todas las líneas aéreas y navieras abrieron nuevas rutas con la Península y Europa. Hasta Fred Olsen acababa de inaugurar una línea con Cádiz y otra con Barcelona. La demanda hacía que los precios fueran cada vez más prohibitivos, y las familias con menos recursos, a las que se les había prometido un pasaje costeado por la Comunidad Autónoma, aguardaban una ayuda que nunca llegaría.

Empieza a nevar de nuevo. El viento arrecia. Andrés no quita ojo al sendero que amenaza con desaparecer bajo los negros copos. Solo es capaz de pensar en Julia, en el róver y en la taza humeante de sopa hecha de cubitos de caldo y agua extraída de la sucia nieve que los rodea. Hogar dulce hogar.También piensa en su padre, y en la suerte que tiene de no darse cuenta de que el mundo entero se ha ido al infierno. Ese gran hombre que ahora cree que está en su casa, que su amada esposa llegará en cualquier momento de la compra y al que le disgusta el hecho de que mañana ha de madrugar para ir al trabajo.
Su padre...

Hacía ya diez años. Al principio solo fueron pequeños despistes achacables a la edad, pero la muerte de su esposa, la madre de Andrés, había sido el desencadenante de una serie de comportamientos extraños que hicieron sonar las alarmas. En un primer momento Andrés lo atribuyó al duelo, el médico de cabecera habló de depresión, pero el duelo se prolongaba, y aunque había días en los que parecía que volvía a ser el de antes, el deterioro en su conducta iba progresando lenta pero inexorablemente. Fue la época de la ropa sucia doblada en el armario, del queso manchego en el cajón de los cubiertos, de las llamadas a las dos de la madrugada para reprocharle su tardanza, que llevaba más de una hora con la mesa puesta y lo esperaba para comer.
Luego vinieron las visitas al neurólogo, la prueba de las tres palabras, las resonancias magnéticas, los TACs y los test neuropsicológicos. Y finalmente la sentencia: demencia mixta, alzheimer probable con componente vascular.
Después los años de cuidados, las noches en vela, los sentimientos encontrados de amor y odio por una vida frustrada... El apoyo de los buenos amigos y de la asociación de familiares fue lo único que en muchas ocasiones evitara que cayera.
Y el siguiente paso, quizá el más duro pero también el más sensato: la institucionalización. Por suerte existía un centro especializado en demencias, único en España aparte del de referencia de Salamanca. De no haber existido probablemente hubiera aguantado mucho más antes de tomar la decisión.

Ahora se pregunta si mereció la pena salvarlo. Haberse salvado él mismo. ¿Qué futuro les aguarda en un planeta agonizante, con la práctica totalidad de sus ecosistemas arruinados y su civilizacion prácticamente desaparecida?
La ventisca arrecia. Bajo sus pies se han formado placas de hielo que le dificultan la marcha. Apenas ve ya la traza dejada por el quitanieves y tiene que usar la brújula para no desorientarse. También Julia está teniendo problemas para avanzar.
--¿Por qué coño hay tanto viento?
--¿Y yo qué carajo sé? El meteorólogo eres tú, no yo.
--Aficionado. Soy profe de Filosofía, ¿recuerdas? Lo mío es Sartre y esas cosas.
--Aun así, ya deberías saber más que yo. Soy militar, ¿recuerdas? Lo mío es pegar tiros, y esas cosas\dots
La conversación le arranca una carcajada. Necesita hablar y que le hablen. También necesita pensar. En un mundo sin sol la circulación atmosférica debería ser muy débil. Pero los mares aún constituyen una enorme reserva de calor. Es esta diferencia entre el frío de las tierras emergidas y el calor de los mares la que genera estos vientos. Andrés imagina enormes células convectivas de masas de aire que, procedentes de los continentes, ascienden al llegar al océano y calentarse. Las costas continentales deben de ser un infierno de viento, diluvios y potentes tormentas eléctricas.

Todo había empezado año y medio atrás con el descubrimiento rutinario de uno de tantos asteroides que vagan errantes por el Sistema Solar. Bautizado con el poco romántico nombre de 2018DA7, un primer cálculo de su órbita concluyó que pasaría muy cerca de la Tierra en abril del año siguiente, 2019, por lo que fue catalogado como NEO (objeto cercano a la tierra, por sus siglas en inglés).
Como aficionados a la Astronomía, Andrés y sus amigos fueron de los primeros en leer y comentar la noticia, que no pasaba de la simple anécdota, pues objetos de este tipo se descubren a centenares. Pero sucesivas mejoras en los cálculos empezaban a sugerir que la posibilidad de un encuentro podría ser muy real.
También se iban sabiendo más cosas sobre el objeto, como que su composición era fundamentalmente de hierro yníquel y que su diámetro estaba entre los ocho y quince kilómetros, similar al del asteroide que aniquiló a los dinosaurios.
A mediados de marzo la cuestión era verdaderamente preocupante entre los astrónomos, y a primeros de abril la noticia saltó a los medios de comunicación de masas de todo el mundo: el jueves 25 de abril de 2019, el asteroide 2018DA7, rebautizado por alguien con un sentido del humor retorcido como Terminator, pasaría tan cerca de la Tierra que las probabilidades de colisión superaban el noventa por ciento.
Como ocurre siempre que uno se entera de un acontecimiento extraordinario, Andrés recordaba con todo lujo de detalles lo que hacía cuando saltó la noticia. Era una fresca y lluviosa mañana de domingo. Como hacía siempre antes de ir a ver a su padre, acababa de dar un largo paseo por el casco histórico de La Laguna, su ciudad natal, y había ocupado una mesa en la churrería del mercado. Acababan de traerle una taza de chocolate humeante y una ración de churros. Se disponía a morder el primero mientras contemplaba distraídamente la lluvia, cuando recibió el mensaje a través de Whatsapp.
"Se confirma: habrá colisión".
Era uno de sus amigos, que lo acababa de escuchar en la radio.
La sensación fue extraña: en parte la noticia no le sorprendió, pero al mismo tiempo la confirmación de lo tremendo había cambiado algo, de alguna forma había roto algo en lo más íntimo de una manera tan sutil que apenas fue preceptible. Le vino a la mente el momento en que le dieron el diagnóstico de su padre. La sensación de dejà vu fue evidente.
A su alrededor todo seguía igual. Manos alzadas reclamando la atención de un camarero ajetreado que se movía entre las mesas, niños ruidosos, ancianos apacibles, un vendedor de lotería pregonando la suerte, la lluvia en el exterior... Pero ahora todo aquello, la vida tal y como la conocía, tenía los días contados. Dentro de un año, nada de aquello existiría.
En los días siguientes el asunto del asteroide había pasado a ser el tema estrella, ocupando titulares, portadas de periódicos y revistas, debates... pero pronto empezó a caer aparentemente en el olvido. En dos semanas volvían a las primeras planas los diez millones de parados, los once años de recesión, el cese del veinte por ciento de los funcionarios, las próximas manifestaciones del Primero de Mayo, la inminente y enésima huelga general y el peligro, muy real, de que, agotada la "hucha" de las pensiones, el Estado no pudiera hacer frente a su pago a partir de septiembre.
En la encuesta del CIS de junio de 2018, la posibilidad de un cataclismo cósmico ni siquiera aparecía entre las diez principales preocupaciones de los españoles.
Pero pronto se volvió a hablar del tema en los medios. Expertos astrónomos y astrofísicos de todo el mundo explicaban cómo sería el encuentro (eufemismo utilizado para referirse a la colisión) llegado el momento.
Pronto empezaron a llegar noticias de las primeras medidas tomadas en otros países. En Estados Unidos se empezaba a planificar la construcción de los refugios, las autoridades comunitarias y los diferentes gobiernos de los países miembros empezaban también a moverse. El gobierno español fue uno de los últimos en reaccionar y cuando lo hizo, según diría más tarde un portavoz del partido mayoritario en la oposición, lo hizo tarde y mal.
Como un paciente al que le diagnostican una enfermedad incurable y le dan un tiempo determinado de vida, la sociedad fue sufriendo una serie de transformaciones a lo largo de aquel último año.
Lo que sobrevino al principio en todo el mundo fue lo que los psicólogos sociales calificaron como un síndrome generalizado de negacionismo: la gente empezó a hacer planes de forma masiva para los meses posteriores a abril de 2019. Quienes tenían operaciones programadas o visitas con el especialista para antes de esa fecha, solicitaban un aplazamiento de esas citas, desapareciendo prácticamente las listas de espera en los meses previos. Muchísima gente contrató su boda para mayo y junio de 2019, y quienes tenían pensado casarse antes, pospusieron sus planes. Incluso llegó a darse el caso de personas, que pudiendo terminar la carrera en septiembre, no se presentaron a los exámenes con la idea de volverse a matricular el curso siguiente y terminarla en junio.
Luego llegó la aceptación, la resignación. Las personas eran conscientes de que no habŕía lugar para todos en los refugios, y aunque pudiesen hacerlo, muchos consideraban que quizá no mereciera la pena salvarse. "Mejor una muerte rápida que una lenta agonía", y mientras unos cayeron en la apatía y la depresión, otros decidieron quemar los últimos cartuchos. Mientras unos viajaban a lugares exóticos, abandonaban definitivamente sus dietas a pesar de padecer graves problemas de salud, mandaban a paseo a su jefe, o a su pareja, o se entregaban a desenfrenadas orgías, otros decidieron simplemente irse por la puerta grande: el índice de suicidios se incrementó notablemente, multiplicándose los casos de suicidios en masa, en los que familias enteras, incluyendo niños y ancianos, eran halladas envenenadas o asfixiadas en el garaje.
También se incrementó la asistencia a los lugares de culto. Las religiones experimentaron un auge singular en las sociedades laicas.
Al mismo tiempo hubo un parón en los conflictos bélicos, no tanto por su carencia de sentido a pocos meses del final --la carencia de sentido siempre había estado-- sino porque los contendientes tenían cosas más importantes en que pensar.

La ventisca. Andrés vuelve a pensar en la meteorología. Entendería la ventisca en el interior de un gran continente, pero en una isla relativamente pequeña... A aquella altitud debería estar diluviando, debería haber truenos y relámpagos por doquier... Y de hecho los hubo. Cuando el aire empezó a enfriarse tras alcanzar el pico de trescientos doce grados, según los sensores instalados en el exterior del refugio, el agua evaporada de los océanos cayó con fuerza y abundancia. Más tarde habían llegado las tormentas, luego un breve período de sequía, coincidiendo con una mínima de treinta y nueve bajo cero. Luego la temperatura había empezado a subir, para estancarse. Ahora le toca el turno a la ventisca. No tiene sentido darle vueltas. No es meteorólogo profesional y además el tiempo debe de haberse vuelto del todo impredecible.
--¡Mierda!
Ha vuelto a resvalar, pero ahora siente un dolor agudo en la pierna.
--Creo que me la he roto. No me puedo levantar --informa por radio.
--Tranquilo --responde Julia--, estoy avanzando. En una media hora deberías ver mis luces.
--De.. ufff.. de acuerdo.

La noticia le sorprendió de camino al instituto. Era noviembre. Una fantasmagórica niebla envolvía las calles de La Laguna, mojadas por la lluvia y ensombrecidas por el escaso ánimo de los transeúntes. La NASA iba a lanzar un cohete para destruir o desviar el asteroide. Él sabía que no era cierto, que en realidad la misión no tripulada a Terminator consistía en la colocación de un transpondedor, para poder hacer un seguimiento de la posición y la velocidad del asteroide y realizar un cálculo preciso sobre el punto y el momento exactos de la colisión.
Como siempre, Daniel Marín ofreció en su blog, Eureka, una pormenorizada descripción del complicado encuentro con Terminator, y desmintió rotundamente que se tratara de una misión de salvamento, explicando en qué consistiría una operación de desvío del asteroide, así como una de destrucción del mismo, y por qué eran inviables con nuestro nivel de tecnología actual. Como siempre, en los comentarios, muchas lumbreras aportaban soluciones a cual más descabellada, los trols cumplían su papel y los lectores serios hacían preguntas o comentarios inteligentes.

Han pasado casi dos horas desde que se averió la quitanieves y Julia aún no ha llegado. La ventisca arrecia. Andrés está seguro en el interior del traje, disfrutando de unos confortables veinte grados. Pero le quedan media hora de batería. Tanto Julia como él creen que ya debería ver las luces, pero la visibilidad es nula. Empieza a sentir miedo.

Escándalo. El tres de febrero se conoce que la Fiscalía, en el marco de una operación bautizada como "Operación Verolo", había investigado y acababa de imputar al Presidente del gobierno canario, al del Cabildo de Tenerife y a otros altos cargos por prevaricación en la concesión de las obras de los refugios y malversación de fondos públicos destinados a tales obras. A menos de tres meses del cataclismo, el complejo Cañadas distaba mucho de estar concluido, siendo solo uno de los refugios, con capacidad para cinco mil personas, el único que a esas alturas podría ser ocupado.
A Andrés no le sorprendió la noticia. Sí le hacía gracia que se hablara de imputaciones a esas alturas. ¿Qué sentido tenía si el juicio no siquiera llegaría a celebrarse? «Hasta en esto tienen suerte, los muy cabrones».
En cuanto a los refugios, le daba igual. No pensaba llevar a su padre a la boca del lobo. Los científicos insistían en que ese lugar no era idóneo, y en que los lugares más seguros serían las zonas geológicamente más antiguas e inactivas, como Anaga o Teno en Tenerife. Los mejores refugios serían los túneles oradados en la montaña, como los de El Roquillo en el Hierro, el de la Cumbre, en La Palma, y los de Taganana y Buenavista. Todos ellos estaban siendo también equipados como refugios.
En aquel momento Andrés no tenía nada claro qué hacer. Meter a su padre en un avión o en un barco, en su estado, era del todo impensable. Además, conseguir una plaza era prácticamente imposible. Y luego, una vez en destino, ¿qué? Los refugios malamente albergarían a la cuarta parte de la población local. No quería estar vagando por carreteras atestadas y llamando a la puerta de refugio en refugio, para ser rechazado.

Veinte minutos de batería. La nieve casi lo ha cubierto. A pesar de la agradable temperatura del traje, siente escalofríos. Tiene miedo, pero no por él, sino por su padre. Sabe que en el refugio lo cuidarían bien, pero si él no está, no será lo mismo.
A sugerencia de Julia baja a quince grados la temperatura del traje, para ganar tiempo de batería. Ninguno de los dos lo dice, pero ambos empiezan a temer que el róver se haya perdido y nunca llegue a encontrarlo.
Constantemente se sacude la nieve, para no quedar enterrado, y cada vez que accidentalmente mueve la pierna, siente un dolor agudo que le recorre el miembro como si se lo estuvieran triturando.
En un descuido la pierna rota ha quedado completamente enterrada. Tiene que liberarala inmediatamente, quitándose nieve con la mano, pero también moviéndola. La mueve, y el dolor es tan atroz que está a punto de desmayarse. La frente se le perla de un sudor frío y se le nubla la vista. Al segundo intento lo consigue, pero a cambio termina de perder la consciencia.

Cuatro de abril. Los rayos dorados del sol del atardecer iluminan el comedor, tamizados por la cortina blanca de gasa que cubre el amplio ventanal. El mar bate con fuerza contra el dique de las piscinas y de la pequeña playa, al otro lado de la calle. Ocho ancianos, tres de ellos en silla de ruedas, aguardan la cena. Andrés sirve a los que aún pueden comer por su cuenta mientras Ana, en una mesa aparte, prepara las medicaciones. Los que precisan ayuda para comer han de aguardar aún un poco.
Casi todo el mundo había ido a sacar a sus familiares del geriátrico. Pero aún quedaban siete usuarios, aparte de su padre, a los que nadie había ido a recoger, y ya no parecía que fueran a hacerlo. Simplemente los habían abandonado.
El pueblo estaba tranquilo, nada que ver con la locura y el caos circulatorio que desde hacía semanas se adueñaba de las ciudades y las vías principales.
El último mes había sido el de las despedidas. Primero sus alumnos, el último día antes de que se suspendieran definitivamente las clases. Luego sus amigos: Unos eran de la Península, y habían conseguido a precio de oro, pasajes en uno de los últimos vuelos a Madrid para estar con sus familias; otros, siendo de la isla, querían pasar las últimas semanas con sus parientes.
Había organizado una cena en su casa para reunirlos a todos. Hacía ya un mes, el cinco de marzo --nadie se acordó que era martes de carnaval--, y tras una velada que se prolongó hasta bien entrada la mañana siguiente había llegado el tan temido momento. Entre abrazos y sollozos mal disimulados, se habían dicho adiós por última vez.
--Bueno, chicos, mientras sigan funcionando el teléfono e internet, seguiremos en contacto, ¿no?
--Claro, claro...
Pero nunca más llegaron a hablarse.
Por el tráfico y la creciente inseguridad, cada vez se le hacía más difícil ir a ver a su padre, y cada vez tenía menos deseos de separarse de él. Así que una mañana se despidió también de su casa, de sus libros y sus películas, que eran su mayor tesoro, de los pesados de sus vecinos, de su calle, del parque, de las casas con sabor añejo, del Teatro Leal, de la plaza del Adelantado, del antiguo hospital de Dolores, convertido en biblioteca, donde había preparado las oposiciones... Solo se llevó un retrato de sus padres, su viejo tablero de ajedrez y a Frodo, el gato negro que, una noche de invierno y agua de hacía más de una década, encontrara aterido junto a una farola cuando volvía del trabajo.
En el geriátrico solo estaba Ana, una de las gerocultoras del turno de noche. Sus compañeros no se presentaron al cambio de turno, y los que estaban con ella, poco a poco se fueron yendo. Ella no se atrevió a dejar a ocho ancianos enfermos de alzheimer solos y abandonados a su suerte.
Ese último mes había visto la degradación definitiva del orden social. A medida que se acercaba el inminente desenlace, un sentimiento de impotencia y desesperación se adueñó de la humanidad. Por todas partes se registraron brutales estallidos de violencia. En todo el mundo se culpaba a las autoridades por no haber hecho lo suficiente, a los científicos por no haber aportado una solución. Parlamentos, universidades, bancos, centros de investigación... todo estaba siendo objeto de ataques indiscriminados por parte de una turba incontrolada. Por televisión se había visto arder los edificios del Parlamento en Londres, refinerías de petróleo en México, el Congreso de los Diputados en Madrid, reventado por un artefacto de gran potencia...
Ya no había restaurantes, ni tiendas, ni cines, ni teatro. Solo noticias. Para abastecer el geriátrico de medicinas y alimentos, iban a los establecimientos abandonados y cogían lo que necesitaban.
Esa tarde se había ido la luz. Tal vez sabotaje en alguna de las dos centrales térmicas, o imposibilidad de los camiones cisterna de llegar en medio del monumental atasco, o quizá simplemente el personal se había ido.
»Otro paso más hacoa el fin de nuestra civilización», pensó.
Lo último que había visto, antes de que la falta de fluído eléctrico callara para siempre a la caja tonta, fue al líder de un partido independentista, republicano y de izquierdas, asegurar ante una entusiasmada audiencia que aquello en realidad podría representar una oportunidad para Cataluña.
Una vez hubieron logrado meter en la cama a los ancianos, Andrés bajó al salón y se sirvió un whisky. La oscuridad era absoluta, tan solo atenuada por la luz de las velas. Ana se reunió con él, dejándose caer a su lado en uno de los sillones del hall.. Tenía aspecto de estar agotada. Ambos lo tenían.
--No recordaba lo que era cuidar a un enfermo de Alzheimer desde que ingresé a mi padre aquí.
--Uffff... Acabas hecha una mierda.
--Oye Ana, tenemos que hablar --dijo tras apurar el último trago--. Hay que tomar una decisión ya.
--Sigo diciendo que deberíanmos ir a Las Cañadas.
--No, ya te he explicado. Además, están sin acabar. Aun si resisten la actividad geológica, mucha gente se va a quedar desprotegida.
--Sí, a quién se le ocurre quedarse con el dinero de eso... ¿En qué coño se lo pensaban gastar, y de qué les va a servir de aquí a tres semanas...
--La codicia no atiende a razones, amiga mía.
--Qué hijos de la gran puta...
Fuera solo se escuchaba el rumor de las olas, pero en el silencio de la noche Andrés creyó oír algo más.
--¿Oyes eso? --dijo.
--¿El qué? --respondió la chica, alerta.
--No sé... Parece el petardeo de una moto.
Al pronto ella también lo oyó. Se acercaba.
--Shhhhh, no hagas ruido --advirtió Andrés. Los dos se apresuraron a apagar las velas.
Vieron la luz de los faros a través de las cortinas de la cristalera. Oyeron pasos y voces en el exterior. Parecían de un hombre y una mujer. Alguien golpeó en la puerta de cristal.
A Andrés le empezó a latir el corazón con fuerza mientras se acercaba a la entrada con la linterna en la mano.
--Tal vez se trate de algún familiar --dijo Ana detrás de él.
Rodó un poco la cortina y les apuntó a la cara con la luz. Efectivamente se trataba de una pareja. Ella era una mujer menuda, de pelo rizado, rubio. Él llevaba gafas de pasta y una camiseta negra sobre la que había unos números verdes. La mujer se agarraba a él buscando protección y él la rodeaba con un brazo.
--¿Qué desea? --gritó Andrés--. Le advierto de que soy policía y estoy armado --mintió.
--No queremos buscar bronca. Mi mujer y yo estamos buscando refugio para pasar la noche. Hemos creído ver luz y hemos pensado que nos podrían ayudar.
--¿Refugio? Si buscan refugio váyanse a Las Cañadas.
--Ni locos. Eso es una trampa mortal. Además las carreteras que suben al parque están colapsadas.
--Hay otros refugios.
--Tenemos pensado probar en el túnel de Taganana, pero no queremos andar por ahí de noche.
--Ni hablar --dijo Andrés--. Hay muchas casas vacías. Revienten una puerta y métanse en una.
--No somos okupas.
--Ni nosotros ladrones --respondió Andrés--, y nos hemos visto obligados a robar en el supermercado. A todo se hace uno
--Está bien, nos vamos. Ya le he dicho que no queremos problemas.
Entonces la mujer habló. Estaba visiblemente alterada.
--Por favor, tengo miedo. La gente parece haberse vuelto loca.
--Parecen inofensivos --dijo Ana.
--Sí, yo pienso lo mismo. Pero me parece muy arriesgado.

Ha recuperado la consciencia para descubrir que solo le quedan cinco minutos de batería y el róver no ha llegado.
Ha disminuye la temperatura a diez grados con la esperanza de arañar unos minutos más. Por suerte hace una hora que dejó de nevar, pero en el momento en que más había arreciado el temporal, Julia quedó atrapada y le fue imposible, a ella sola, mover el vehículo. Juan ha tenido que salir en el otro Land Rover a socorrerla.
Juan, aquel de la moto. El friki de los ordenadores que había llegado una noche con una mujer muerta de miedo, vistiendo una camiseta negra con los diez primeros términos de la serie de Fibonacci en binario, y cuyos conocimientos habían sido vitales para poner en funcionamiento el refugio. Sin él estarían muertos.
No quería decirlo, pero había sido un error que Julia hubiera salido a rescatarlo sola.
Julia...

Juan y su esposa Mónica pasaron la noche, pero no se marcharon a la mañana siguiente. En vez de eso, empezaron a ayudar.
--Este sitio es una mierda --dijo Juan mientras desayunaban, recibiendo una mirada reprobatoria de Mónica. Andrés y Ana se le quedaron mirando sin comprender.
--Desde el punto de vista de la seguridad, quiero decir.
Era cierto. Lo único que habían hecho Ana y Andrés había sido bloquear las salidas de emergencia para evitar que alguien se colase en el edificio. Pero tanto el comedor como el hall poseían enormes ventanales de cristal que cualquiera rompería de una pedrada.
Aquel lugar parecía estar al margen del caos, pero una de las últimas cuestiones que se habían tratado cuando la Civilización aún daba sus últimos coletazos, había sido qué hacer con los presos. Cada país había adoptado una solución diferente: Estados Unidos, por ejemplo, había optado por ejecutar a todos los que se hallaban en el corredor de la muerte y poner en libertad solo a quienes no hubieran sido condenados por delitos de sangre. En esto último los habían imitado otros muchos países, pero en España, el último Consejo de Ministros había aprobado indultarlos a todos. Y había elementos en Tenerife II con los que no hubieran deseado tropezarse.
--Da igual --dijo Andrés--. Supongo que terminaremos yéndonos de aquí. A no ser que queramos morir todos.
Esa tarde los dos hombres habían decidido subir a la cumbre a echar un vistazo. A medida que se acercaban a La Laguna la presencia de coches y gente era mayor, pero hacia el monte la carretera estaba expedita. No hallaron a nadie en los caseríos que cruzaban, y tampoco se cruzaron con ningún vehículo. Y el túnel estaba abandonado.
Juan saltó de la moto y comenzó a imspeccionar las instalaciones.
--Joder, parece que lo terminaron --dijo al cabo de un rato--. Mira, hay cuatro trajes. Tecnología rusa, chaval --añadió con un brillo en la mirada. Los trajes lucían el logotipo de Zvezda--. Básicamente es un Sokol modificado al que le han retirado todo lo del soporte vital y le han añadido varias capas más de aislante térmico. Mira, los filtros de aire.
--¿Entiendes de estas cosas?
--Bueno, soy aficionado a la astronáutica. Algo sé.
--Coñe, pues yo también.
Resultó ser uno de los "lectores serios" del blog de Dani Marín. Ingeniero informático, amante de la ciencia ficción y un manitas cacharreando.
--Mira --dijo al cabo de un rato--. Estos son los detonadores para volar los dos accesos. Una vez estemos dentro, hay que accionarlos. Cuando las dos bocas estén selladas, estaremos seguros.
--¿Y por dónde accederemos al exterior?
--Por la salida de emergencia. Los róvers y el quitanieves supongo que habrá que dejarlos fuera.
--Lo que no entiendo es para qué vamos a querer un quitanieves. Aquí en Anaga no nieva.
--Ahora. Pero cuando millones de toneladas de hollín procedentes de los incendios forestales de toda la Tierra, incluyendo el de este bosque, suban a la estratosfera, estaremos más de un año a oscuras, y va a hacer un frío que se nos van a congelar las pelotas.
El túnel, horadado en la roca, atraviesa el macizo de Anaga, un bloque predominantemente de roca basáltica de unos ocho millones de años de antigüedad. Une las dos vertientes, comunicando con Santa Cruz los caseríos de Taganana, situado en las medianías, y los demás, más pequeños, repartidos por la costa.
--Tenemos un problema --anunció Juan al poco--: esto parece terminado, sí, pero no hay suministros.
--No jodas.
--Hay que traer gasolina para los generadores; cuanta más, mejor; comida, agua, medicinas...
--Mierda.
--La buena noticia es que podremos aprovechar el caos para gumiar lo que queramos.
--Sí, ya lo he hecho.
Antes de irse decidieron inspeccionar el pueblo. No había nadie. Todos se habían ido.
--¿Por qué no se habrán quedado --dijo Andrés--, teniendo el refugio aquí mismo?
--Pues por lo que acabamos de hablar: está desabastecido. Para ellos es más fácil seguir a la manada al Teide que molestarse en equipar esto. Eso es lo que nos va a salvar a nosotros. A riesgo de parecer egoísta, diré que es una suerte que todos hayan pasado de este túnel.
--Sí. Tenemos que hacer acopio de todo lo que nos haga falta y traer a los viejitos sin llamar la atención, moviéndonos por carreteras secundarias.
Fue a la vuelta, ya casi de noche, cuando encontraron a Julia. Un coche en la carretera, en Tejina, cerca de la residencia. Una mujer pedía ayuda. Cauelosos, detuvieron la moto a unos metros y gritaron:
--¿Qué te ocurre?
--Necesito ayuda. Soy parapléjica y tengo la silla en el maletero. Normalmente pido ayuda a los transeúntes para que me la saquen y me la coloquen junto a la puerta.
--¿Y por qué quieres abandonar el coche aquí?
--Vivo aquí --respondió señalando a una casa.
--Vives aquí --era Juan quien hablaba con ella--. ¿No sabes que aquí no sobrevivirá nadie? ¿Por qué no te vas a los refugios?
--¿A Las Cañadas? Y una mierda me meto yo allá arriba.
Juan y Andrés se miraron.
--Además, ¿pa qué coño voy a salvarme? En mi estado solo sería una carga para los demás.
--Está bien, te ayudaremos --dijo Juan en cuanto los dos se cercioraron de que no había nadie más en los alrededores.
--¿Y a dónde vais vosotros dos?
--No te importa --dijo Juan sacando la silla del maletero.
--Está bien, está bien.
--Una cosa-- quiso saber Andrés--: ¿cómo una mujer sola y parapléjica se fía de dos desconocidos con los tiempos que corren?
--Ah --respondió con toda naturalidad mientras se dejaba caer en la silla-- porque voy armada.
--¡Coño! --grito Juan dando uin respingo. ¡Es un G36E.
El fusil apareció como de la nada.
--¡Mierda! --dijo Andrés.
--Tranquilos, no voy a disparar. Es solo para defenderme. En los tiempos que corren --añadió guiñándole un ojo a Andrés.
--Sabes que si disparas eso desde la silla vas a salir volada p'allá --dijo Juan.
--También tengo una pistola.
--¿Y de dónde coño has sacado todo eso?
--Ah, se lo he birlado a mi antigua empresa. Era militar.
--¿Militar? --dijo Juan, incrédulo. Una chica tan bajita... no tenía aspecto...
--Esto --dijo ella señalando sus piernas-- no me lo hice tirándome de cabeza a una piscina. Fue en Afganistán, en el once.
--Joder --respondió Andrés admirado--. ¿Y tú sola te has mangado ese fusil?
--Miren en el asiento de atrás.
--La leche --dijo Juan tras comprobar que llevaba todo un arsenal.
--Hey, pero ni se les ocurra tocarlo --dijo alzando el cañón del fusil--. Y tú --añadió dirigiéndose a Andrés--, no me mires tanto, que te vas a quedar vizco. No me van los tíos, por si te interesa saberlo.
--¿Qué?... Yo...
--Mejor que lo sepas ahora que nos acabamos de conocer.

--Es una mierda que no te vayan los tíos. Para una vez que me enamoro de una tía legal... Chicos, dejen la búsqueda. No tiene sentido... Vuelvan al refugio. Fue un error por mi parte alejarme tanto. Esto es un infierno. Tal vez dentro de un año brille de nuevo el sol, y el bosque vuelva a reverdecer... El mundo aún no está listo, es hostil... vuelvan al refugio. Que los demás no los pierdan a ustedes también... Y díganle a mi padre que lo quiero... y el próximo año, cuando empiecen a sembrar la tierra bajo el nuevo sol, acuérdense de mí\dots
--¿Pero qué coño paridas estás diciendo? --bramó Julia por el altavoz--. ¿Es que no ves que te estoy picando las luces, gilipollas?
--¡Joder! --gritó.
Tenía la cara enterrada y por eso no había visto las luces. Pero allí estaba el róver, casi encima suyo.
Una persona enfundada en un traje saltó a tierra y se dirigió a él. Era Juan.
--Ya estamos aquí, amigo.
--Justo a tiempo. No saben cuánto me alegro de verlos.
Al fin se quita el casco. Se encuentra tumbado en el asiento trasero, a salvo aunque con un dolor espantoso en la pierna.
--Ahora tardaremos en llegar, pero no hay problema --dijo Julia.
Le cuesta un poco dar la vuelta, pero lo consigue. A mitad de camino se halla el segundo vehículo. Juan se apea y se pone a los mandos del otro róver, y los dos se ponen en marcha de nuevo. A las siete y media de la tarde, justo para la cena, entran pesadamente por el acceso lateral de la salida de incendios al confortable y seguro hogar, mientras los róvers se quedan fuera, cubiertos por sendas lonas protectoras. Hasta dentro de medio año no volverán a intentarlo de nuevo.
Su hogar...

El camión cisterna subía pesadamente por la carretera. La luz de la luna, filtrada a través del frondoso bosque, hacía juegos de luz y sombra en la superficie cilíndrica de la cisterna. Iban despacio y con las luces apagadas.
--Este es el último --dijo Juan.
--¿Seguro? --dijo Andrés--, ¿no sería mejor traer más?
--Tío, con esto llenamos los tanques. ¿Tú ves más tanques?, pues yo tampoco.
--¡Vale, vale!, no te sulfures, hombre... ¿Hace una birra? --dijo sacando una lata de una nevera de playa.
--¿No hay cocacola?
--Es verdad, que tú eres un friki integral.
--Calla\dots
Se sentaron en los merenderos situados a pocos metros de la entrada del túnel. Llevaban dos semanas subiendo suministros al refugio mientras Mónica y Ana se ocupaban de atender a los ancianos en la residencia, protegida ahora por Julia, que montaba guardia armada hasta los dientes.
--¿Sabes que hoy es Jueves Santo? --dijo Andrés.
--No, ni me acordaba. ¿Eres creyente?
--No, pero los Jueves Santos acostumbraba a escuchar la Pasión según San Mateo. Digamos que es una tradición autoimpuesta\dots
--¿Te gusta Bach?
--Pues sí... ¿y a quién no?
--Pues, chaval, ya somos dos.
--no jodas...
Se quedaron un buen rato en silencio. Solo se oían los sonidos del bosque. Los dos estaban un poco inquieto, con el oído aguzado en busca del ruido de algún motor. Temían que alguien los hubiera visto o hubiera decidido seguirlos. Pero no.
--Falta una semana --observó Juan.
--Sí.
--Se me hace raro que dentro de siete días, a estas horas, ya nada de esto exista.
--¿Y sabes lo peor de todo?
--¿Qué?
--Que lo podríamos haber evitado.
--¿Cómo?
--Si el programa espacial no se hubiera estancado. Si después de las Apolo hubiéramos seguido yendo a la Luna, desarrollando bases allí, y de allí a Marte... y tal vez más allá... Seguro que dispondríamos de la tecnología adecuada para haberlo desviado. Creo que no fuimos conscientes de la importancia de seguir en el Espacio, y no solo por esto...
Descargaron el combustible y regresaron en la moto, dejando el camión metido dentro del túnel para que nadie lo viera. Ya lo sacarían y lo dejarían por ahí al día siguiente.
Dotar de suministros al refugio fue complicado, pero en tres semanas lo habían conseguido.
Fue un alivio volver a ver luz eléctrica cuando Juan puso en marcha el generador para probar que todo funcionaba.
Y por fin llegó el día. El martes 23 decidieron trasladar a los ancianos. Por suerte nadie les prestaba atención, y si alguno lo hacía, las armas de Julia eran un método disuasorio eficaz. Tampoco nadie dio con el refugio, ni pareció acordarse de él.
Andrés hubiera preferido esperar hasta el último momento para dinamitar los accesos, pero con cinco enfermos de Alzheimer aún capaces de caminar, no podían arriesgarse. La residencia siempre estaba cerrada con llave, y aún se acordaba de cuando tenía que cerrar la puerta de casa para que su padre no se escapara.
Además, estaba Frodo.
Primero dinamitaron la boca que daba hacia Taganana, antes de que los ancianos llegasen, así les ahorraban una explosión. Una vez estuvieron todos dentro, los colocaron en ese lado del túnel, opuesto a la otra entrada, y procedieron a sellarla también.
El miércoles 24 supuso una tensa espera, que mitigaron repasando una y otra vez las cajas de suministros, para distribuirlas en los almacenes. Habían cogido sobre todo latas de conserva (frutas, verduras, carnes, pescado, atún...), garrafas de agua, también vino, cerveza, whisky... Combustible, mucho combustible, y medicinas de todo tipo, desde objetos de botiquín, hasta los medicamentos específicos para las demencias. También habían subido del geriátrico camas articuladas con sus correspondientes colchones antiescaras, todos los objetos que se usaban en las sesiones de estimulación cognitiva, los instrumentos de la sala de fisioterapia...
Juan y Andrés transladaron sus respectivas bibliotecas particulares, un conjunto de volúmenes nada desdeñable, así como sus colecciones de música y películas, tanto en DVD como en discos duros. Tableros de ajedrez, juegos de naipes, así como sacos de pienso y tierra para Frodo. Pero además, Juan tuvo la idea de saquear todas las bibliotecas de la Universidad, para preservar el conocimiento, y toda la música de todos los tiempos, o al menos tanta como pudieron...
--¿De qué te ríes? --dijo Julia.
--Pues --respondió Andrés-- estoy pensando\dots
--¿Qué?
--Ocho viejitos con alzheimer, una auxiliar de geriatría, un friki de los ordenadores, una administrativa, una ex militar paralítica y un profesor de Filosofía de instituto. Si esto va a ser todo lo que quede de la Humanidad, guárdame un cachorro.
--Te olvidas de Frodo.
--¡Es verdad!, es casi humano.
--A lo mejor --dijo ella reflexiva-- es lo mejor de la Huanidad lo que va a sobrevivir entre estas paredes.
Y llegó el día. A las 20:41 GMT la faz de la Tierra sería transformada como no lo había sido desde sesenta y cinco millones de años atrás.
Excepto Ana, que lo había hecho antes, y los ancianos, todos habían salido por la puerta de emergencia para despedirse del mundo tal y como lo conocían.
Era una tarde hermosa, con un cielo azul cobalto en el que flotaban plácidamente unas nubes que reflejaban el rojo del atardecer.
--Miren este cielo --dijo Juan-- porque pasará mucho tiempo hasta que podamos ver otro cielo igual. Si es que lo vemos.
Lentamente todos fueron dándose la vuelta y entrando tras echar una última mirada. Juan fue el último. Cerró tras de sí.
Luego comprobaron que todos los sistemas funcionaran: generadores, electricidad, comunicaciones (había un sistema de antenas en el exterior aunque resguardado), filtros de aire... y se sentaron a esperar.
Andrés miró el reloj: las ocho y media. Habían podido sintonizar NASA TV vía satélite. era la única emisora que captaban. En la pantalla cambiaban alternativamente la imagen del punto de colisión visto desde la órbita geoestacionaria, y la de la superficie de Terminator enviada por la cámara del transpondedor.
20:40.
20:42. No sucedió nada. Por un instante un rayo de esperanza cruzó sus mentes.
20:42:51. Algo extraño se ve en el Pacífico. Extraño, sí, pero nada espectacular. La imagen muestra una pequeña bola incandescente en medio del azul y el blanco de las nubes.
«Ha pasado», pensó Andrés. «No me lo puedo creer»...
La imagen desapareció de pronto. Nasa TV había dejado de transmitir.
Durante varios minutos no sucedió nada, pero todos sabían que la colosal energía liberada en el impacto, generaría un terremoto a escala global, y estaban preparados.
Andrés aferró las manos de su padre, sentado en su silla de ruedas con la mirada extraviada, y le dijo: -no tengas miedo.
Su padre, aquel gran hombre que le enseñó tantas cosas, le procuró una infancia feliz y le proveyó de una educación.
Andrés lo abrazó mientras el suelo comenzaba a temblar. Todos los ancianos lloraban asustados, menos su padre, que había dejado de reconocerlo hacía año y medio, pero que ahora, de alguna manera, debía de sentir que alguien muy querido lo protegía. Andrés lo abrazaba con fuerza mientras rezaba para que no se les viniera encima el túnel.
Las sacudidas habían sido brutales. Los expertos habían calculado que serían quizá de trece grados, el máximo de la escala Richter. Pero por fin pasaron. Durante semanas hubo réplicas, pero pronto la tierra se calmó.
Ellos no lo vieron, pero miles de millones de fragmentos de la corteza terrestre, arrancados por el impacto, comenzaron a caer sobre todo el globo a las pocas horas, constituyéndose a su vez en pequeños meteoritos que estallaban como bombas nucleares, desatando el fuego allí donde explotaban. todos los bosques de la Tierra, desde la tundra a la selva tropical, ardieron a la vez de forma agresiva y descontrolada. También la laurisilva macaronésica, una reliquia de otra era geológica, desaparecía para ciempre de la faz del mundo, consumida por las llamas. Los sensores colocados por fuera del túnel registraron una temperatura máxima de 450 grados centígrados una semana después del impacto. Al mes atravesaron los cero grados, y tras una mínima de treinta y dos bajo cero, comenzó a subir, coincidiendo con las primeras lluvias torrenciales, que duraron tres semanas seguidas.
Trataron de imaginar cómo bajarían los abruptos barrancos de Anaga, sin dar abasto a tanto caudal.
Luego vino la ventisca, la nieve negra y sucia en pleno mes de agosto.
En todo ese tiempo habían tratado de contactar con los demás refugios por radio, sin éxito.
En febrero volverían a intentar salir.

Ahora, mientras se recupera de su pierna, la vida sigue.
Sigue...

martes, 20 de noviembre de 2012

Los años oscuros

Y digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios habían llegado a mil trescientos cuarenta y ocho, cuando en la egregia ciudad de Florencia, espléndida entre todas las de Italia, sobrevino la mortífera peste. La cual, por obra de cuerpos celestes o por nuestros inicuos actos, la justa ira de Dios envió sobre los mortales, y fue originada unos años atrás en las partes de Oriente, donde arrebató una innumerable cantidad de vidas, y desde allí, sin detenerse, prosiguió devastadora hacia el Occidente, extendiéndose pavorosamente.

Con estas palabras inició mi amigo Giovanni, llamado Juan el Fiorentino, a quien en un camino hallamos medio muerto y a punto estuvo su cabeza de ser atravesada por una de nuestras lanzas, pues creíamosle un poseído, o un resurrecto, como también eran conocidos los apestados en los que el Maligno se instalaba tras la muerte de su cuerpo enfermo y contaminado, la narración de los hechos de que desgracia tuvimos de ser testigos en aquellos años oscuros. Comprobando que era vivo y no contagiado, llevámosle a nuestra villa y dímosle de beber y de comer, y en unos días estuvo restablecido.
Yo aquel año era un simple cantero que acarreaba piedra desde el Monte de los Judíos a la que sería parroquia de Santa María del Mar, cuya construcción nunca llegaría a término, y que pretendía rivalizar con la catedral, entonces también en construcción, aquella con dineros de señores y hacendados, la nuestra con el fruto del sudor de pescadores y mercaderes.
La primera vez que vimos a uno, creímosle rabioso, víctima de la mordedura de un perro. Acerquémonos a él y empezamos a tirarle piedras, por verlo más rabioso y enfurecido, pero pronto al ver su ira desmesurada y sus ojos vacíos de alma, nos asustamos y salimos corriendo. Nunca más volvimos a verle, pero a los pocos días aparecieron otros dos. Esta vez el Pere tuvo una idea. El Pere era otro picapedrero, como yo, hijo de picapedrero y nieto de picapedrero. Éramos compinches y gustábanos de ir de tabernas y mozas juntos. Digo que al Pere se le ocurrió cazarlos al lazo y ponerlos a reñir en la plaza para sacar unos cuartos con el espectáculo. Con gran trabajo los atamos con una cuerda y los arrastramos calle arriba hasta la plaza, coreados por una multitud que allí se iba congregando. Una vez los enfrentamos, gran decepción cundió entre el público, pues los rabiosos no se atacaron. Ahora sabemos que no se atacan entre ellos, sino que se ensañan con los vivos, mas el Pere, quizá por intuición o más bien por ensayar una salida airosa, la muchedumbre empezaba a exigir la devolución de sus dineros, tuvo otra idea. Cogimos al Josep, el ciego borracho que siempre andaba gastando su tiempo entre la esquina de la plaza, donde mendigaba, y la taberna, donde lo gastaba, y ni cortos ni perezosos lo arrojamos a los rabiosos, que con gran saña lo destriparon y devoraron ante la atónita mirada de todos, que aterrados, habían dejado de festejar y corear y pronto saliieron en tropel calle abajo. Nosotros también nos fuimos, dejando allí amarrados a los pobres infelices, y esa noche empleamos el dinero en doncellas para curarnos el susto.
Durante unos días más la cosa no pasó de ser una anécdota, pero pronto empezaron a llegar habladurías, rumores que decían que los apestados resucitaban de entre los muertos pocas horas después del óbito y que con gran saña se abalanzaban sobre sus deudos, y sobre cualquiera que se cruzase en su camino. Nosotros éramos mozalbetes y nos reíamos de aquellos chismes de viejas asustadas, pero pronto comprendimos que habíamos estado tratando con apestados, y gran temor nos invadió, mas no porque creyéramos que eran resurrectos, sino porque nos creímos contaminados por la enfermedad, cosa que, gracias a Dios Nuestro Señor, no pasó.
No había transcurrido un mes cuando más de la mitad de la ciudad había caído enferma, y tanto la autoridad de la ley divina como de la humana, habían desaparecido. Los muertos levantábanse de sus lechos de muerte, que en muchos casos eran sus catres, en otros muchos, las calles, y organizados en hordas atacaban a los vivos. Muchos vinieron buscando refugio en las iglesias, pues creyendo al Maligno en posesión de esos cuerpos cadavéricos, pensaban que no osarían pisar suelo sagrado. Esos fueron los primeros en caer víctimas. En Santa María del Mar nos refugiamos, colocando enormes y pesados sillares bajo los arcos y vigilando todas las entradas. Cada vez llegaban más, tanto vivos como muertos, aunque cada vez eran más los muertos, y los vivos morían de hambre y sed, y de frío, pues solamente estaban levantadas las paredes, no había puertas, ni vidrieras, ni techo. Un día los resurrectos entraron y comiéronse a hombres, mujeres, niños, viejos y jóvenes, muchos de ellos quedaron vivos para convertirse en apestados y luego en poseídos. Yo pude escaparme y salir corriendo, para descubrir que ya mi ciudad no era mi ciudad.
Solo había estado un mes encerrado y las calles ya no eran las mismas. De noche no se encendían lámparas, de día no había mercado, las tabernas estaban desatendidas, y la casa donde tan deleitosamente habíamos sido agasajados por doncellas prestas a ofrecernos todos los placeres, ardía por los cuatro costados.
Fue un caballero, a lomos de un alazán negro quien me salvó de la horda. En medio de la plaza, y rodeado por aquellos muertos vivientes, que se arrastraban hacia mí ávidos de mi sangre y de mi espíritu, hallábame presto a entregarme a la muerte cuando irrumpió el caballero con su escudero, y lanza en mano comenzaron a atravesar las cabezas de los poseídos, quienes caían muertos al suelo, alzáronme a la grupa y salimos a todo galope de la ciudad.
En la campiña había otros, escondidos en una villa que a decir del caballero era suya, pero luego nos enteramos de que halláronla abandonada y ocupáronla campesinos y ciudadanos que huían despavoridos. También al campo había llegado la plaga, pero era más fácil aislarse de los infectados, y en las tierras cultivar alimento.
A pesar del miedo, la angustia y el hambre, felices fueron los años que pasé allí. Cada poco nos visitaban salteadores y muertos poseídos, que rechazábamos. De hecho era más sencillo rechazar a los muertos que a los salteadores, pues a los muertos bastaba con abrir la cabeza con la lanza o cortársela con la espada, o incluso aplastársela con una piedra.
Un año llevábamos allí cuando llegó el Fiorentino, hombre que se haría famoso con los años a través de sus escritos sobre los Años Oscuros.
Cinco fueron los Oscuros. Los necesarios para que la mayor parte de los cuerpos poseídos, decayesen en esqueletos andantes que se desarmaban y perdían su fuerza vital. Pronto campos y ciudades no fueron más que inmensos osarios que cliqueaban al agitarse los miembros descarnados. Y pronto los osarios enmudecieron, pues los cuerpos perdían todo hálito de vida. En diez años los muertos volvieron a ser muertos y los vivos, vivos, recuperándose el natural orden de las cosas. Y salimos de la villa. Y vinieron otros que también hallábanse escondidos, y todos empezaron a labrar la tierra, los menos, a ocupar las ciudades. Y en veinte años las calles eran de nuevo llenas de vida, en las tabernas se bebía el vino, las doncellas ofrecían sus voluptuosos placeres, los curas decían misa. Los señores volvieron a señorear y los criados a servir, los pobres a mendigar, los borrachos a gastar en la taberna lo mendigado. Los pescadores a su labor, los mercaderes a la suya, y todo volvió a ser como antes.
Ahora, en mi lecho de muerte, y tras haber acompañado a mi amigo Giovanni, llamado Juan el Fiorentino, de quien aprendería yo el arte de las letras, me llegan rumores de que en la plaza, frente a la taberna, un par de mozalbetes ha echado el lazo a dos enfermos de la rabia, y que al no atacarse entre sí, les echaron al ciego borracho, a quien destrozaron implacablemente.

martes, 28 de agosto de 2012

Statio Tranquilitatis

Neil estaba tenso. Descendían a buen ritmo y según lo previsto, pero aquella alarma había conseguido ponerlos nerviosos a él y a su compañero. ¿Si no se trataba de nada importante, por qué sonaba una alarma? Aún así habían procedido a desconectarla, ignorándola. Luego habían procedido a encender el motor de frenado y los de posicionado y dirección. Ahora tenían el mando del módulo.
A Edwin Eugene y a su compañero se les heló la sangre al no encontrar el punto de aterrizaje. Según el radar de aproximación se hallaban a unos trescientos metros de la superficie, y en su lugar había un cráter rodeado de enormes pedruscos. ¿Dónde estaba la superficie plana cubierta de regolito sobre la que deberían posarse suvemente?
«¡Mierda», pensó Neil. Repasó mentalmente el protocolo a seguir para abortar la maniobra, que consistía en desprenderse de la etapa descendente y conectar el motor de ascenso para volver al módulo orbital. Al mismo tiempo pilotaba la nave, guiada por los motores de dirección, sobre aquel campo rocoso, que se acercaba a ellos lenta pero inexorablemente, en busca de un lugar idóneo para posarse.
--Treinta segundos.
Era la voz de Duke desde el Control de la Misión indicándoles el tiempo que le quedaba de combustible al motor de descenso. Si no aterrizaban a tiempo la nave caería a plomo, y aunque estban relativamente cerca del suelo y la gravedad era baja, y por tanto los tripulantes probablemente no sufrirían daño, el golpe podría dañar la etapa de ascenso dejándolos varados allí para siempre.
Cuando solo quedaban diecisiete segundos de combustible, el ritmo cardiaco de Neil se disparó. Volaban demasiado bajo, era tarde para desprenderse de la etapa de descenso y encender el otro motor para elevarse. Solo cabía seguir. Solo disponía de unos segundos para tomar una decisión, y solo podía decidir en qué punto desdender antes de caer por su propio peso.
En Houston la tensión se podía cortar con un cuchillo. Entonces...
--¡Luz de contacto! Paro el motor. El Águila se ha posado.
Todo el Control de la Misión prorrumpió en aplausos, vítores y emocionados abnrazos. Todos saltaban, reían y lloraban de emoción y júbilo. De pronto una voz emocionada comenzó a hablar por la radio:
--Os contaré detalles de lo que veo por aquí. Al menos lo intentaré. Parece una colección de casi todas las variedades de formas, angulosas y granulares, cualquier variedad de rocas que se pueden encopntrar. Los colores varían mucho dependiendo del ángulo con que se mira... No se aprecia un color dominante; sin embargo creo que algunos de los pedruscos y rocas, de los que hay muchísimos por aquí cerca... van a hacer muy felices por su colorido a los de ahí abajo...
--... Y esta es la voz original de Edwin Eugene, llamado Buzz, Aldrin --decía la voz de la guía--. Estas palabras tienen ya cien años y describen exactamente lo que estamos viendo.
Antonio Hortiz miraba por la ventanilla con lágrimas de emoción. El paisaje era hermoso. Los rayos del sol, que caían oblicuamente, acentuaban las sombras. Como geólogo tendría oportunidad más adelante de visitar aquel lugar, y otros muchos, caminando sobre la superficie con un traje lunar, algo mucho más emocionante que darse una vuelta en un monorraíl turístico. Pero acababa de llegar de la Tierra, era la primera vez que estaba en la Luna y estaba ansioso por visitar el lugar donde un representante de la Humanidad dejara su huella por primera vez.
El monorraíl se detuvo junto a la etapa de descenso, que a pesar de llevar cien años a la intemperie, no había envejecido, porque en la Luna no hay atmósfera que la pueda dañar. Más allá había una réplica del módulo lunar completo, pero lo que todos querían ver eran las huellas, las huellas de los primeros hombres que pisaron otro mundo, y que por la misma razón, la ausencia de atmósfera, no se habían borrado en cien años, ni lo harían en millones si nadie las destruía.
El ejército de turistas japoneses cargó sus armas fotográficas, apuntó y abrió fuego a través de las ventanillas.
-- "That's one small step for man, one giant leap for mankind" --decía la grabación de la voz original de Neil Angstron.
--En realidad --prosiguió la guía-- la intención de Neil Angstron era decir "un pequeño paso para un hombre", pero probablemente debido a la tensión del momento omitió el artículo.
El monorraíl se puso en marcha de nuevo. Pasaron junto a la bandera americana, el sismómetro y el retroreflector láser, un espejo al que, lanzándole un láser desde la Tierra, permite medir con precisión la distancia entre ambos mundos, todo instalado por los dos insignes miembros de la Misión Apolo 11 hacía un siglo.
Luego vieron dos figuras humanas embutidas en sus trajes lunares junto a un vehículo de superficie. Ambas agitaron sendas manos derechas en señal de saludo, al tiempo que eran acribilladas por las fotoarmas de los turistas japoneses.
--El hecho de que se encuentre aquí una bandera de los antiguos Estados Unidos de América --volvió a hablar la guía-- no significa que este lugar fuera reclamado por los norteamericanos, pues según el Tratado sobre el Espacio Exterior, ningún territorio fuera de la Tierra puede ser reclamado por ningún país. Por eso la UNESCO tuvo que modificar en 2048 sus Estatutos para poder declarar Base Tranquilidad Patrimonio de la Humanidad, ya que hasta entonces era requisito inprescindible que el lugar o monumento natural estuviera dentro de las fronteras de algún Estado.
Poco después el tren aceleró y el lugar se fue perdiendo de vista en la distancia.
--Y aquí termina la visita a Base Tranquilidad. Esperamos que hayan disfrutado. Ahora si lo desean pueden pueden visitar nuestra tienda de recuerdos. Asimismo les recordamos que el bar-cafetería permanecerá abierto hasta nuestra llegada a Puerto Angstron.